Cuentos de cristal: La pintora ciega

La niña no veía el mundo. No se acordaba si alguna vez había sido capaz de verlo. Pero si eso había ocurrido, sin lugar a duda había sido breve. Como todas aquellas personas que carecen de alguna habilidad común, le faltaba aquel sentimiento genérico que dicen que poseen todos los seres humanos: sentirse libre. Pero no sólo era incapaz de sentirlo, sino que además no comprendía como los demás eran capaz de tejer tal ilusión. Era aquel sentimiento que hacía que la mirada humana se situara por encima de los demás seres vivos. Esa misma mirada, que no veía las fronteras burocráticas de las que carecían las demás especies y que hacían que millones de cuerpos humanos sin vida se amontonaran en límites ficticios. O aquella deshabilidad que recluía la comunicación a meras palabras encorsetadas en lenguas y dialectos que formaban islas humanas. ¿Qué animal se sentiría incomunicado entre sus iguales? Sin duda alguna, no sería el más listo. Era una libertad tan efímera, así lo veía la niña que no veía, que mataban su vida en interminables actividades que se repetían cada día. Sólo tal vez por puro disgusto, algún extraño día se apartaban ligeramente de esa monótona repetición. Haciendo y deshaciendo, comprando y vendiendo, sin avanzar más allá del mañana. Y a pesar de todo, de despreciar horas de vida, de incomunicarse entre iguales, de desorientarse entre papeles burocráticos, eran libres (o se sentían libres, que venía a significar casi lo mismo).
El hecho de que no se sintiera libre, no significaba que renunciara a la existencia de la libertad. No la veía en el ser humano, creía que esa misma condición era la que impedía que floreciera. Para producirse, había que renunciar a ser y únicamente esto se producía cuando uno soñaba. En los sueños, se perdía la condición humana. Uno podía entender lenguas que no conocía, el espacio se desdibujaba, juntándose líneas que sólo un loco diluiría, se podía sentir hambre sin tener hambre y comer sin llenarse, se podía volar sin alas, ni aviones y conducir coches sin carné.
El sueño tenía una fuerza irracional asombrosa, que hacía posible lo imposible. Y eso ella lo sabía muy bien porque era capaz de ver los sueños, los suyos y los de los demás. Y es que, quizás fuera porque era incapaz de ver la pared que tenía enfrente o el suelo que pisaba que había desarrollado una habilidad especial o tal vez fuera porque había aprendido esa habilidad que había olvidado la primera o simplemente fuera una curiosa coincidencia, en cualquier caso, veía los sueños y los pintaba. Nadie sabe cómo conseguía mojar su pincel en el color adecuado o mezclar los pigmentos exactos para la obra pictórica De hecho, la mayoría de las veces, nadie podía juzgar su paleta de colores o el trazo preciso de su pincel, porque nadie veía lo que ella decía ver y muy pocas veces el soñador se acuerda de su sueño. En cualquier caso, era reconocida como la pintora de los sueños y grandes celebridades y otras más anónimas, hacían cola para que les retratará sus sueños en las ocasiones más memorables.
La pintora se sentaba al lado del durmiente con su caballete, pincel y paleta, y a los diez minutos empezaba su obra. Los primeros bocetos eran  rápidos, de trazo limpio y descartados por otros más acertados hasta encontrar aquel más satisfactorio. Era entonces, cuando empezaba la preparación del color. Entre tinieblas y con mucho mimo, mezclaba el blanco, con un poco de ocre y rojo cadmio, para hacer pieles pálidas o el ocre con el negro para pintar árboles frondosos. Balanceaba la proporción de materia con el medio para conseguir un color más o menos opaco. La transparencia siempre la dejaba para el final, para los detalles. Sorprendía la rapidez con que trabajaba y, sobretodo, la riqueza de matices y colores teniendo en cuenta su ceguera. Ese contraste irracional, su ceguera y su habilidad para pintar, casi parecía que ella misma era un sueño.
A veces, la pintora, tenía compañía. Se trataba de testimonios fascinados por su habilidad pictórica y lectora (de sueños) que, muchos de ellos, sin espera ni respeto, preguntaban en medio del sueño:
  • ¿Y ahora qué sueña?
Entonces la pintora podía fruncir el ceño,  como señal de protesta, o seguir pintando como si nada hubiera roto el silencio. Pero a veces respondía lo que veía. Una de esas veces respondió:
  • Un mar de cristal - y lo pintó. Para ello escogió una paleta de colores cálidos, complementando algunas sombras con sus opuestos. Cuando terminó la obra, sorprendido, el testimonio de los sueños exclamó:
  • ¡Pero si es un desierto!
  • Un mar de cristal y un mar de arena son lo mismo - le respondió la niña.
Podría pensarse, tal vez, que aunque fuera ciega para el mundo, ver los sueños compensaría esta falta, que la niña no echaría de menos tal corriente sentido, puesto que ella poseía uno más extraordinario. Sin embargo, sentía ese vacío cada día, como el manco siente el brazo que no tiene. Con el tiempo, en vez de acostumbrarse a esa ausencia, cada vez se hacía más presente. Porque si bien había aprendido a vestirse sola, tantear el mundo con un bastón a oscuras o peinarse sin espejo, no se terminaba de acostumbrar a no ver los cuadros que ella misma hacía y por los cuales era admirada y felicitada. Ella era una pintora reconocida por su obra, pero incapaz de ver aquello por lo cual era tan altamente valorada. Había pintado para grandes nobles, monarcas poderosos, dictadores temibles que habían expuesto sus sueños y su orgullo, para que ella los hiciera honorablemente públicos.
Por eso, cuando le ofrecieron la posibilidad de ver el mundo, de verse a ella y su obra, no pudo resistirse, desoyendo todos los pros y los contras de tal decisión. Quizás habría debido de hacer un esfuerzo para imaginar todas las posibilidades que se abrían ante la perspectiva de finalmente poder ver. Pero lo cierto es que se lo pusieron muy fácil, sólo debía comer una pastilla chiquita como la uña del dedo meñique de un pie. En un acto irreflexivo que aconseja ningunear las cosas pequeñas porque su tamaño tiene necesariamente que ser directamente proporcional al peligro que alberga. La niña tragó la pastilla, antes siquiera de salir de la consulta del viejo médico. En ese momento, el médico terminaba de soltar la última palabra de su largo discurso, ‘piensalo’, mientras la saliva ya diluía la pastilla y se deslizaba, decidida, por el esófago. Al fin y al cabo, sólo era una niña ciega.
La milagrosa pastilla hizo efecto casi al momento. De pronto pudo ver la cara del médico, su bastón guía y sus manos, mucho más sucias de lo que se imaginaba. Al principio, seguramente por culpa de su emoción, no se dio cuenta de lo diferente que era el mundo que había visto, el mundo de los sueños, y el real. Sólo cuando salió a la calle, vio como el mundo era mucho menos ricos en colores. Pocas veces podía disfrutar de colores puros. Eso le daba un aspecto menos brillante, más grisáceo. La paleta de colores se desplazaba casi enteramente por los colores terciarios. En él, rápidamente, el rojo puro, se convertía en un lilaceo marronoso. ¿Y el verde? Tan abundante en los sueños, en las selvas llenas de vida y de serpientes. Pobre verde. El verde aparecía fugazmente, sólo cuando la luz de la mañana lamia directamente las hojas de algún vegetal lleno de clorofila. Era sólo un  instante, que podía durar en el mejor de los casos, unos pocos minutos, fácilmente se amarilleaba con la luz del mediodía o azulaba cuando anochecía. El mundo era mucho más feo de lo que se imaginaba.
Sin embargo, no era esa la mayor desilusión que se llevaría. La niña estaba ansiosa por ver su obra, su creación. Pensaba que si bien el mundo había perdido los colores de los sueños, sus pinturas los tendrían, puesto que ellas eran las impresiones de esos sueños. Pero no se daba cuenta del engaño del razonamiento, pues sus obras no dejaban de ser de este mundo. Y así cuando las vió, tan pobres de color, tan inestables al cambio de la luz, tan poco proporcionadas, tan, francamente, imperfectas, la niña lloró. Ella era reconocida por esas obras, las que ella había creado y se había imaginado que eran mucho mejores de lo que, ahora que las podía contemplar, eran. La niña no pintaba tan bien como había creído, creencias siempre guiada por la opinión los demás, lo que los demás decían, lo que los demás valoraban.
La desilusión fue tan grande, que habría deseado seguir engañándose. Seguir teniendo la incapacidad de poder juzgarse y vivir felizmente de las opiniones prestadas de los demás. Quizás no era demasiado tarde, quizás habría otra pastilla, igual de pequeña e insignificante, que le devolviera la paz que la oscuridad le ofrecía. Y aunque no existiera tal pastilla, pensaba, daba igual, siempre era más fácil deshacer que hacer. Podía quemarse la retina con la luz directa del sol o con algún producto químico de la limpieza o algo más drástico, quitarse las cuencas de los ojos, como hizo Edipo al descubrir que había matado a su padre y se había acostado con su madre. No se sabe cuál fue el método que usó la niña, cualquiera valía. En cualquier caso, médicamente la daban por ciega, pero ella seguía viendo.