Cuentos de cristal: La coleccionista de recuerdos


Hoy a las 7:56, una mujer casi perdía el metro. En su carrera, se le ha caído un recuerdo. La coleccionista de recuerdos lo ha visto planear sobre el andén y se le ha atragantado el aviso al mismo tiempo que se iba el metro con la mujer dentro. La coleccionista de recuerdos ha recogido el recuerdo. Justo en ese momento, cuando lo acariciaba, ha sabido que el recuerdo no había caído, sino que lo habían tirado. Con discreción de ladrón, se lo ha guardado en el bolsillo. Se trata de un recuerdo breve, como todos los recuerdos importantes, pero tan vivido, que uno cuando lo contempla tiene arcadas. En el metro anterior ha subido una infanticida. Ahora seguramente se agarra a los barrotes de metal para no caer, con menos peso que hace unos minutos, plácidamente refugiada en el anonimato. Quizás era el último recuerdo que le quedaba del asesinato y ahora ya no recuerda que una vez mató a una criatura. 
A veces ocurren estas cosas, le caen en las manos los frutos podridos de los demás. Pero como todos los buenos coleccionistas, no da asco a ningún recuerdo, por muy feo que sea. En las grandes colecciones siempre prevalece la diversidad antes que la belleza. Ella posee tanto recuerdos de nacimientos como de agonías. A veces se le hace difícil diferenciar cuales ha vivido y cuales son prestados. Tal vez, tampoco importe mucho, al fin y al cabo la contemplación de ellos no deja de ser una vivencia.

En una habitación oscura, desde las paredes, enmarcados, los recuerdos asoman su relato. Ellos que son tiempo, son cuidadosamente guardados para que el paso del tiempo no los deforme. Allí, entre paredes repletas de recuerdos, en un sofá de color granate viejo, la coleccionista de recuerdos descansa las tardes pares en los meses impares. Contempla trozos de vida que cubren identidades muertas que ella se apropia y las revive en su propia carne. Revive partos sin niños, pasiones, ilusiones, esperanzas, amores sin amantes, angustias, guerras en tiempos de paz, asesinatos, accidentes fortuitos y no tanto, pero siempre sentada, en una habitación oscura y fresca, zurciendo trozos multi cromáticos a una existencia pasiva.

Hoy a las 16:48, han llamado a casa de la coleccionista de recuerdos. Era la policía con un lector de recuerdos. Tenían el semblante serio y mucha prisa por preguntar. La coleccionista los ha invitado a pasar en el salón y les ha servido un chocolate caliente con poco azúcar. Entre sorbos amargos, le han contado por qué estaban allí. 
- Será una prueba rápida, sin mucha implicación -, le decía un policía que se le había formado un bigote de chocolate-. Este aparato lee los recuerdos. Solo tiene que sentarse allí, conectamos los cables y en menos de diez minutos sabremos si lo que buscamos lo hemos encontrado. 
La solución de un incierto problema sonaba extrañamente sencilla. Pero todas las soluciones sencillas esconden secretos con mucho enredo. Ante un camino limpio, corto y recto, hay una mano sucia y cansada y sino es así, es que forma parte del mundo de los sueños. ¿Pero quién no sucumbe ante estos caminos de ensueño? La coleccionista accede. No ve ningún problema, además el chocolate se enfría.

En la contemplación del recuerdo hay un punto de reencuentro con el presente. Al contemplar un recuerdo, el pasado se vuelve presente y el recuerdo se deforma, para volver otra vez al pasado, pero ya no de la misma forma. El recuerdo original se pierde diluido en el tiempo, aplastado por la reinterpretación. Sólo una vez se puede contemplar un recuerdo. Como una obra de teatro, sólo se interpreta una vez, luego, aunque siga conservando el mismo nombre, ya es otra cosa. Así pues el recuerdo revivido pasa a ser otro recuerdo, el recuerdo del recuerdo. En cada reencuentro con el presente, en cada narración actualizada, va perdiendo más y más sus formas, hasta que sin uno darse cuenta, el recuerdo pierde sus límites, su tiempo y su significado. Este es ni más ni menos el río de la (des)memoria, firmemente aposentada en el tembleque del constante revivir del pasado, del inquieto pasado que se niega a desaparecer, negando de esta manera su sentido y naturaleza.

Mientras relamía los últimos sorbos de chocolate, el policía le conectaba el cable de la memoria a la coleccionista, plácidamente sentada en un taburete de tres patas. Otro policía escribía en la pantalla del lector de recuerdos tres o cuatro palabras secretas y apretaba un botón con una cara de perro. Entonces se encendían unas luces verdes a la parte superior de dicho aparato, las cuales al poco rato se volvían azules. En la pantalla aparecían varios recuadros con fotografías. Algunas fotografías cambiaban a los pocos segundos. 
- Ya esta, ya la podemos desconectar. 
Con la lengua limpia, el policía desconectaba el cable de la coleccionista mientras su compañero releía los resultado buscando aquello que los había llevado allí. La coleccionista sentía un ligero dolor en la nuca donde tenía el conector identificativo. Quizás se había recalentado un poco más de la cuenta. El policía volvía a guardar el cable de la memoria. 
- Creo que lo hemos encontrado - dijo el policía con una sonrisa en los ojos y el lector de recuerdos en la mano. 
 El otro policía se acercó, observó la pantalla y estuvo de acuerdo. Habían encontrado lo que buscaban. Entonces le enseñaron la fotografía a la coleccionista, que al principio no comprendía, pero que poco a poco fue redibujando lo que veía. 
- Este recuerdo lo encontré ayer, cerca del río. Me pareció muy bonito y me lo llevé.

El coleccionista intenta preservar el objeto de su colección. Se sitúa en contra del tiempo. Busca la temperatura de la eternidad, la funda de la firmeza, la luz incolora evitando la oxidación, la deformidad y la decoloración. Diluye los signos de los tiempos, sitúa el objecto en el destiempo. Para ello lo desnuda de su funcionalidad, desvelando su pureza. En el fondo, pretende que al quitarle su mundanidad (el estar para algo), revele su verdadera naturaleza. Pero lo que consigue es que al descontextualizar al objeto, incapaz de sostenerse por él mismo, sólo, ante él y nada más, crea otro contexto. El objeto ya no es el objeto que pretende preservar y proteger, ya es otro objeto, para otro tiempo. Ahora es su objeto, el objeto de su colección, para su colección.

- ¿ Entonces estuvo usted ayer, cerca del río, haciendo volar cometas? - le pregunta el policía. 
En la fotografía se ve una mano que agarra los hilos de unos cometas. Los cometas recorren un cielo negro, relleno de estrellas. Algunos parece que se ensucien de cielo y vayan arrastrando las estrellas que cuelgan, brillantes, de su superficie. Sorprendentemente vuelan y vuelan, sin enredarse, como si cada uno poseyera conciencia de su trayectoria. 
 - No, ya se lo he dicho, este recuerdo no es mio. Pertenece a mi colección. Pero no fui yo quien lo fabricó. 
- El lector de recuerdos dice que es suyo. 
- No puede ser mío, no sé volar cometas. 
Los policías se miran, luego uno mira el techo, otro una uña sucia. Encima de la mesa están las tazas vacías, sucias de chocolate. Un policía recuerda el sabor del marrón del chocolate amargo. Entonces cae en la cuenta que los sabores no tienen color. Mientras su compañero suspira: 
- Estamos buscando una persona que ayer estuvo cerca del río volando cometas. Sabemos que esta persona ha hecho algo muy malo, algo terrible, inimaginablemente terrible. 
- ¿Qué ha hecho que sea tan malo? - pregunta la coleccionista, con el vello de punta y la imaginación desbordada. 
- Eso sólo lo sabe la persona que ayer volaba cometas cerca del río. Pero le aseguro que es una cosa horriblemente mala. Una cosa innombrable. 
A la coleccionista le parece extraordinaria la historia. ¿Cómo alguien que sabe volar de esta manera los cometas, puede haber hecho actos tan horribles? 
- ¿Piensan que yo soy esa persona que volaba cometas en el río porque tengo este recuerdo? 
- Sí. - responden los dos policías al mismo tiempo. 
- Pero este recuerdo no es mío, lo encontré al lado de una serpiente muerta - asegura con toda la sinceridad posible la coleccionista. Los policías se encogen los hombros. Tienen un gesto insolentemente incrédulo. 
Ayer la coleccionista salió a pasear. Mientras caminaba, le pareció que era una muy buena idea ir al río y eso es lo que hizo. Allí contemplo sus aguas cristalinas y cerca de la orilla encontró una serpiente muerta. El animal tenía las tripas fuera y la cara descompuesta. Lo cogió con sumo cuidado para enterrarlo solemnemente. Fue entonces cuando se percató del recuerdo. Estaba escondido debajo del escamoso cuerpo del animal. Cuando lo contemplo, le pareció un bonito recuerdo. Sintió las estrellas y el viento multicolor de los cometas. No és que pareciera un recuerdo demasiado relevante para el transcurso de la historia. Pero era sumamente agradable. Así que no dudo en añadirlo a su colección. 
Mientras recuerda todo aquello, intenta deshilar aquel enredo. Tenía que encontrar algo determinante, alguna cosa que fuera una coincidencia demasiado casual para poder demostrar que aquel recuerdo, que por otro lado sólo mostraba unas manos habilidosas, no era suyo. Entonces la cara de la coleccionista se ilumina. Su expresión asegura que ha encontrado la solución de este incierto problema. 
 - Fíjense. 
La coleccionista les muestra su mano derecha, en ella hay una mancha de nacimiento y la uña del dedo meñique pintada de negro. Entonces todos entienden la lógica. Observan su mano, observan la mano que agarra los hilos de los cometas. Ahora una mano, ahora la otra. Una mancha en una, la misma macha en la otra, una uña negra, su réplica en la pantalla.