Cuentos de Cristal: el viejo joven y el niño




Muy cerca de donde serpenteaba un río de aguas cristalinas, paseaba un viejo. Pero entiéndase correctamente. No eran cristalinas porque los sedientos bebieran, los impuros se bañaran o los narcisos cayeran en ellas. Tampoco se veían nadar peces, ni sirenas. Se trataba más bien de un río regentado por suicidas, donde se dejaban acariciar las muñecas por sus finas aguas cortantes. Era allí donde los delincuentes fugitivos sumergían su rostro para borrar cualquier signo de identidad y los feos se miraban aliviados al no devolver ningún reflejo. Y era en ese río de cristal y sangre, donde un viejo con cuerpo de joven paseaba sin dentadura, bordeando un caudal vidrioso, encontrando respuestas sin preguntas. Hablaba más de lo que andaba. Hablaba de túneles sin entrada, de lenguas sin costumbres y, sobretodo, de ellos. Ellos era un ente indefinido, contrapuesto al todo lo que es bueno, agradable, valioso, respetable, tolerable o bonito. Pero como si su lengua tuviera mil impedimentos, no alcanzaba a enumerar sus antónimos, jugando al juego del desdibujo que se dibuja sin ser visto, dibujos hechos con tinta de limón y mucho texto. Así pasaba de paisaje en paisaje, sin encontrar oyentes para un galimatías sin misterio. No había pregunta. Y con las respuestas saliendo de una boca sin dientes, andando cerca de un río compuesto por silicio (materia prima básica de la arena), un punto de sodio y otro de calcio, se encontró a un niño que mataba a una serpiente.
- ¡Nada pequeña serpente, se libre! – la animaba a una breve libertad mientras la lanzaba de la cola al río.
El viejo calló y observo el recorrido de la serpiente hasta caer fatalmente en aquellas aguas asesinas. Escuchó el golpe del esqueleto al partirse y el sufrido silencio de los reptiles. El niño se percató de la presencia del viejo.
- Es usted muy viejo, ¿no? - le preguntó el niño al viejo.
- No mucho, no supero la trentena.
El niño enarcó una ceja y se puso a dibujar en la arena un cielo sin nubes ni estrellas.
- ¿Por qué me lo preguntas?
- Resulta que puedo leer la mente.
El viejo de casi treinta años, mostró las encías, como una sonrisa a destiempo.
- ¡Pues que mundo tan ruidoso el tuyo!
- No se crea, por lo general estoy en silencio. Sólo de vez en cuando, algún perro o amante despechado, con pensamientos persistentes y circulares, llegan a ponerse realmente pesados. Usted, por ejemplo, lo encuentro razonablemente silencioso.
El viejo joven se colocaba ofendido, en línea recta y vertical.
- Entiéndame, no es una mala crítica, se trata de un honesto elogio. El pensamiento esta sobrevalorado. Yo los oigo cada día y no son nada del otro mundo. He pensado incluso en escribirlos. Mire fíjese -, el niño sacó una hoja donde garabateaba algunos pensamientos ajenos.
Con manos temblorosas, el viejo agarró la hoja y empezó a leer.
Allí no había formulas matemáticas, ni ecuaciones de cinco incógnitas. Observo muy pocas preguntas. Quizás algún sudoku. Bastantes imperativos. Pero sobretodo muchas respuestas. Respuestas sin preguntas. Misterios ausentes con escuetas, pero tranquilizadoras y tautológicas respuestas.