La madre

 Repican los tacones en el asfalto ajardinado. Las mariposas revolotean entre flores de colorines y los vecinos sonríen a la señora. Es fácil sonreír a los triunfadores. Con cada paso, su melena ondea orgullosa sabiéndose envidiada. Sin embargo, a medida que se acerca a su destino, sus movimientos adquieren una sutil rigidez y sus pasos se tuercen discretamente enturbiando imperceptiblemente el compás de sus altivos andares. Detalle que nadie repara. Matices desapercibidos para un público que fantasea con símbolos y retuerce y colorea la realidad para adaptarla a sus aterrados deseos.

 

Entra en casa. A un lado, una planta seca le da la bienvenida. Deja las llaves encima de la mesita, justo al lado del libro Die Verwandlung. Cuelga el bolso y escucha atentamente el ambiente, esperando encontrar algún cambio. Nada ha cambiado. De las paredes cuelgan marcos sin fotografías. Visibilizan tristezas y ausencias. 

 

No se esconde. Sabe dónde está. Lo va a buscar. Antes de abrir la puerta, le sorprende el vacilante temblor de sus pálidas manos. Allí está como la última vez que lo vio, reteniendo obstinadamente su animalidad, rechazando cualquier atisbo de su antigua humanidad. Siente como la náusea le oprime el estómago. Tiene la certeza que existe un hilo que enlaza las miles de náuseas que aparecen cada vez que franquea esta habitación. Tal vez siempre es la misma.

 

No recuerda exactamente cuando sintió la primera náusea. Los fragmentos se agolpan histéricamente e, inútilmente, intenta ordenarlos. Entonces aparece un niño, cuando aún era un niño, pero ya sin voz y con la mirada perdida y oscura como un túnel sin final. Intenta abrazarlo entre tinieblas mientras, poco a poco, la náusea anida en sus entrañas. Ve caer una taza y se rompe en mil pedazos emitiendo sonidos agudos y balbuceantes. Aquel día vio contraerse y dilatarse un cuerpo desconocido, sufrido y silencioso, para emerger de él una bestia sedosa y negra. En ese momento, los ocho apéndices aporrearon el parque. En el octavo golpe, despertó la náusea. Los tambores arácnidos aparecieron en sus sueños, junto al rostro torcido de un infante inocente que se despedía caprichosamente de su habla. La náusea le recuerda que una vez tuvo un hijo que fue engullido por una araña avariciosa. El orden de cómo pasó ya no importa.

 

Al principio la causa eran los azúcares. Aquello la hizo llorar. Tiro caramelos, chocolates y mermeladas. Maldijo y se maldijo. Vio como ojos ajenos la miraban con pena, pero también con rabia. Algunos incluso levantaban dedos acusatorios. La buena dieta, le decían. La mala dieta, le repetían. Luego, no recuerda exactamente cuando, el viento cambió de dirección. Fue un día que le mostraron una misteriosa numeración en un frasco de una disolución. Recuerda varios ceros y dos ochos. Le hablaron de héroes, patrias y sacrificios. Es una bendición, le decían. Un milagro. Tienes que estar orgullosa, le repetían. Con cada palabra, sentía como la soledad cogía forma y se instalaba cómodamente.

 

A partir de entonces, todos la admiraban . No había ya dedos culpabilizadores, sólo dulces palabras, aunque ninguna de consuelo. Despertaba la envidia y los celos de todas las madres. No obstante, cuando entraba en su hogar, el mundo abruptamente griseaba y, sólo la náusea, la acompañaba.

 

Observa desde el umbral de la habitación. Sus ojos profundamente negros, fijos, inexpresivos, miran un mundo desconocido para ella. Las patas, dispersas, parece que se burlen de ella. Apenas recuerda lo que era. De fondo, se oye un sonido agudo. Intenta visualizar apenas un fragmento de lo que una vez fue. Espera encontrarlo en alguna parte. Sabe que si lo ve puede que algún día se regenere y vuelva al punto de partida donde nunca, jamás, debió desviarse.

 

Tal vez sea un milagro, piensa, pero solo ve un ladrón.