La última esencia...

El cielo era estrellado en la prefectura que se extendía a su alrededor. Tendido sobre lo que parecía el único matojo de hierbas, contemplaba horrorizado la desolación de aquellas secanas tierras. Tendido continuaba y mirando al cielo recordaba, mientras una solitaria lágrima, como su ser y aquel mísero herbaje se encontraban en aquellos lares, recorría su mejilla.

Y no hacía más que recordar su hogar, no hacía más que recordar las dulces manos de su esposa, que ataviada con su delantal, lo esperaba en la cocina, con los brazos abiertos y los labios ardientes para darle un beso. El olor del fogón le acompañaba. Sus delicadas palabras lo arropaban. La abrazaba con firmeza, como si fuese su último abrazo, la besaba… Y una felicidad aún más inmensa lo sorprendía, pues agarrado a su pernera derecha, un diminuto ser, mientras le jalaba del pantalón, le dedicaba una sonrisa infinita.

Lo alzaba en brazos, lo besaba, lo abrazaba… lo mimaba. Ah, que locura de amor, bendita locura que no tiene cura. El patio de las flores que se asomaba por el ventanal de la cocina le imploraba una última visita. Con su alma en brazos y su libertad al lado, bajo los peldaños que lo separaban del patio.

Geranios, rosales, helechos, claveles, lo recogían entre si, entre su aroma y su color.

Y mirando al cielo que se abría ante sí por la abertura del patio, pensando en su alma, su hijo; su libertad, su esposa; su patio de las flores y el olor de la vida andaluza, se pudo dormir tranquilo…

1 comentaris:

Anònim ha dit...

Resulta curioso, en mi casa, la cocina se convierte en un lugar radioactivo cuando mi madre se encuentra en los fogones. En ese momento, le entra una mala leche suprema. No espera a nadie con los brazos abiertos, principalmente porque nadie va a verla ya que por encima de todos los amores, hay el amor a la vida. La cual cosa le enfurece aún más. Entonces desde la cocina nos grita que vayamos a ayudarla y cuando hacemos algo por la matria, nos echa en cara nuestra falta de destreza. Como somos una panda de ineptos, nos vuelve a echar de la cocina apelando nuestra ineptitud y situación espacial (el medio como el jueves). Llegados a este punto es cuando se oye aquello de: “nunca tengo un día de fiesta, ni siquiera los domingos” o “me paso una hora cocinando, para que os lo comáis en diez minutos”.
Seguramente a muchas mujeres les saltarían las lágrimas, igual que al señor de la historia, si un solo día al año, el señor que mira el cielo bajará a los fogones y su mujer pudiera mirar el cielo.